Azúcares (incluyen azúcar blanco y
moreno, miel refinada, sacarina, glucosa, maltosa y dextrosa). Estos se
encuentran en productos refinados e integrales de pastelería, galletas,
algunos cereales y panes, refrescos, salsas y embutidos, entre otros.
Para
entender bien el efecto de estas sustancias en el organismo, es
importante hacer un repaso de cómo funciona la regulación de la glucosa
de la sangre.
El organismo necesita glucosa (azúcar) para cumplir
todas sus funciones. Esta glucosa proviene de los carbohidratos
complejos que consumimos durante el día. Por ejemplo (ver tabla arriba),
cuando nos despertamos por la mañana nuestro nivel de glucosa es bajo
puesto que hemos estado sin comer, aproximadamente 8 horas, desde la
cena. Al levantarnos y tomar un desayuno basado en carbohidratos
completos, proteínas y grasas como, por ejemplo, la leche o yogur de
soja, copos de quínoa, semillas, frutos secos y una pieza de fruta, la
fibra y combinación de nutrientes que se encuentran en estos alimentos,
hace que su digestión y metabolismo genere una producción constante de
glucosa y, por lo tanto, de energía. Es normal que poco antes de la hora
de comer sintamos sensación de hambre y un ligero bajón propio del
desgaste de esta energía. Al ingerir una comida basada, por ejemplo, en
una sopa de verduras, arroz con algas y una ensalada con semillas,
volvemos a generar una producción de glucosa y energía constante y
duradera que nos acompañará hasta la hora de la cena, donde este proceso
se volverá a repetir. El resultado es una energía, mental y física,
equilibrada durante todo el día.
Si, por el contrario (ver tabla
arriba), para desayunar optamos por un café con azúcar, unas galletas y
un zumo concentrado de naranja, los niveles de glucosa en la sangre
suben desproporcionadamente y de forma rápida, debido a que el azúcar
presente en el desayuno pasa rápidamente a la sangre. Cuando esto ocurre
el cuerpo se pone en estado de alarma, puesto que estos niveles son
exageradamente altos y dañinos para el organismo. Cuando la glucosa en
la sangre sube, el páncreas produce insulina, que se encarga de bajar
estos niveles. Sucede de forma rápida produciendo un bajón de glucosa y
unos síntomas tan desagradables como agotamiento, irritabilidad, falta
de concentración somnolencia, malestar, mareo, y necesidad de tomar algo
dulce, un café o fumar un cigarrillo. Si en ese momento volvemos a
comer algo dulce, la glucosa volverá a subir desproporcionadamente
produciendo otra descarga de insulina, y el ciclo volverá a repetirse.
Estos altibajos, a la larga, pueden causar un desequilibrio generalizado
en todo el organismo.
Por si esto fuera poco, cuando los
niveles de glucosa en la sangre están bajos, la producción de histamina
aumenta. Se trata de una poderosa sustancia producida por las células
que puede causar inflamación crónica y síntomas tan variados como asma,
artritis, migrañas, problemas intestinales, alergias, depresión y un
largo etcétera.
Por otro lado, el azúcar no nos aporta
nutrientes, sino que, por el contrario, nos quita sustancias tan
importantes como la gama de las vitaminas B y minerales como el calcio,
magnesio y cromo, entre otros.
Grasas saturadas, hidrogenadas y aceites fritos de semillas. Se encuentran en el queso, leche y carne roja, margarina, comida precocinada y bollería, respectivamente.
El
cuerpo necesita un cierto tipo de grasas para sobrevivir y cumplir una
serie de funciones vitales para el organismo. A estas grasas se les
denomina ácidos grasos esenciales, pues el cuerpo no las puede fabricar,
sino que las adquiere a través de la dieta. Este tipo de grasa reduce
el riesgo de cáncer, enfermedades cardiovasculares, artritis, problemas
de piel y hormonales, depresión, y alergias, entre otros. Estos ácidos
se dividen en dos familias: Omega 3 y Omega 6. Y se encuentran en
semillas, frutos secos y pescado. Quienes no consumen estos alimentos
regularmente, corren el riesgo de tener una deficiencia.
Las
grasas o aceites poliinsaturados que se encuentran, por ejemplo, en el
aceite de girasol, sésamo o lino, se presentan líquidos a temperatura
ambiente y son extremadamente frágiles a la luz y calor. Cuando se les
somete a altas temperaturas, por ejemplo al freírlos, su estructura
molecular cambia y pasan a convertirse en radicales libres o toxinas.
Igual ocurre cuando se les añade hidrógeno para hacerlos sólidos (grasas
hidrogenadas), como la margarina. En este estado molecular el cuerpo no
los reconoce como nutrientes y, por consiguiente, no puede hacer uso de
ellos. Por otro lado, estas grasas tóxicas bloquean la habilidad del
organismo para usar los aceites poliinsaturados saludables produciendo
inflamación, entre muchos otros síntomas.
Los productos lácteos y
la carne, por otro lado, son altos en un tipo de grasa denominada ácido
araquidónico, que favorece la inflamación y, como acabamos de ver,
bloquea la capacidad del cuerpo para metabolizar adecuadamente los
aceites poliinsaturados.
Es recomendable usar aceite de oliva
para cocinar y aceite de semillas prensado en frío para su consumo en
crudo (el aceite de oliva también se puede consumir en crudo). Por otro
lado, se pueden utilizar semillas en lugar de aceites vegetales, y es
importante guardar ambos en la nevera para evitar su deterioro.
Productos lácteos.
Estos productos, a parte de no ser recomendables por lo antes
mencionado sobre su alto contenido en grasa saturada y proinflamatoria,
suelen producir una gran variedad de problemas para la salud. El más
destacado y poco reconocido es que son alimentos muy dados a producir
alergias o intolerancias, que en muchas personas pasan desapercibidas.
Cuando
nacemos nuestro aparato digestivo no está formado y por este motivo es
importante que nos alimenten con leche materna. A través de la porosidad
intestinal propia del recién nacido se absorben los nutrientes de este
alimento. Cuando nos empiezan a salir los dientes, perdemos la enzima
que digiere la leche, puesto que ya estamos preparados para comer más
sólido. Es en este momento cuando se empieza a introducir otros
alimentos con mucho cuidado, ya que nuestro aparato digestivo todavía
está inmaduro y muy permeable. Entre estos alimentos uno de los
favoritos es la leche de vaca, y con ésta comienzan muchos de los
problemas de salud que arrastramos durante toda la vida.
La
leche de vaca contiene una estructura molecular demasiado grande para el
bebé (sólo hay que ver el tamaño de un ternero y el de un bebé). La
leche tiene la capacidad de permeabilizar el aparato digestivo del
ternero para que los nutrientes de ésta se absorban debidamente. El
mismo efecto ocurre cuando se alimenta con leche de vaca a un bebé. A
través de esta permeabilidad se absorben unas moléculas demasiado
grandes que ponen el sistema inmunológico del bebé en estado de alerta,
lo cual puede causar inflamación crónica, alergias y, con el tiempo,
debilitar el sistema inmunológico. Estas repercusiones suelen acompañar
al individuo durante toda la vida, aunque sus manifestaciones varían.
Por ejemplo, en un principio el bebé puede presentar cólicos, problemas
de oído y catarros continuos; de niño, los síntomas suelen manifestarse
en terrores nocturnos, asma o hiperactividad; en la adolescencia puede
aparecer acné, depresión y dolores de cabeza; en la juventud, problemas
intestinales y menstruales; en la madurez y vejez, dolores artríticos y
osteoporosis. Todos estos trastornos de salud pueden deberse a una
misma causa: intolerancia a los lácteos.
Por si esto fuera poco,
los productos lácteos producen mucha mucosidad en el organismo
taponando el sistema linfático (el que nos ayuda a desintoxicarnos).
Bloqueando la absorción intestinal y congestionando el sistema
respiratorio. Recordemos que sólo un escaso porcentaje de la población
mundial tolera los productos lácteos. Por ejemplo, la raza china, los
indios de Sudamérica, ni muchas poblaciones africanas, por mencionar
algunos pocos, no la consumen.
Como sustitución de los productos
lácteos son recomendables los productos de soja y la leche de arroz y
avena. No hay que tener miedo a una posible carencia de calcio cuando se
eliminan los productos lácteos de la dieta. La leche es alta en este
mineral pero baja en magnesio (indispensable para ayudar en la absorción
del calcio en los huesos). Los mejores alimentos ricos en ambos
minerales son los vegetales verde oscuro, apio, col, brócoli, nabos,
soja, higos y ciruelas secas, harina de algarroba, olivas, algas
(especialmente la Hijiki), frutos secos y semillas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario